martes, 11 de septiembre de 2012

Domingo Faustino Sarmiento

MODELOS DE PAIS

Sarmiento, Rosas y la memoria nacional

Por María Sáenz Quesada | 26.02.2011 | 02:16

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El 11 de septiembre de 1888 Sarmiento falleció en la capital paraguaya, a los 77 años de edad y sus restos fueron inhumados en el Cementerio de la recoleta en Buenos Aires diez días después. Ante su tumba, Carlos Pellegrini sintetizó el juicio general: “Fue el cerebro más poderoso que haya producido la América".

1862 – Abril de 1864

12 de octubre de 1868 – 12 de octubre de 1874
Vicepresidente   Adolfo Alsina
Predecesor Bartolomé Mitre
Sucesor Nicolás Avellaneda

12 de octubre de 1875 – 9 de octubre de 1879

9 de octubre – noviembre de 1879


Araíz de los Bicentenarios y de los nuevos feriados nacionales, vuelven las viejas polémicas de la historiografía que dividen a la memoria nacional en réprobos y elegidos.

El bicentenario del nacimiento de Domingo Sarmiento (15 de febrero de 2011) quedó reducido a un festejo provincial de los sanjuaninos. En un discurso pronunciado ese mismo día, la presidenta Kirchner omitió toda referencia al “padre del aula”. Este olvido deliberado contrastó con el reconocimiento a Rosas a partir del decreto que incorporó el 20 de noviembre, aniversario del combate de la Vuelta de Obligado, a los feriados nacionales (Día de la Soberanía Nacional). En esto siguió la línea de memoria histórica inaugurada por el presidente Menem en los noventa: traer al país los restos de Rosas y levantarle un monumento en Palermo, frente a la estatua de Sarmiento.

¿Rosas o Sarmiento? Ambos sintetizan en sus vigorosas personalidades dos modos opuestos de mirar al país. Así lo entendieron hacia 1930, cuando se quebraron los consensos aceptados durante cincuenta años de crecimiento del país, quienes empezaron a buscar en el pasado a los responsables de la crisis y de la decadencia. Entonces se culpó a los liberales, que importaron la idea constitucional, trajeron capitales y proclamaron los beneficios de la libertad “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Esta condena fue expresada por el poeta y ensayista Ignacio B. Anzoátegui en clave de humor: “Sarmiento trajo tres plagas: los italianos, los gorriones y las maestras normales” (Vidas de muertos, 1934). Así expresaba sus temores a la inmigración, a la contaminación y a que la educación pública volviera menos controlables a las masas populares.

Lo cierto es con italianos y otros gringos, con gorriones y ferrocarriles, con escuelas y mujeres maestras, y también con criollos alfabetizados, se construyó la Argentina moderna en la que Sarmiento tuvo participación sustancial. Proyecto al que le dio una orientación más de clase media que de elites: la instrucción es la forma de que cada cual se adueñe de su futuro.

Volviendo a Anzoátegui, hay que admitir que ni era un demócrata ni pretendía serlo. Admiraba a los dictadores fascistas en la misma medida en que aborrecía a las democracias, al marxismo, a los extranjeros en general y a los judíos en particular. Veía en Rosas al dictador paternalista, defensor del ser nacional contra el imperialismo protestante. Capaz de gobernar sin “papelitos” (Constitución), con los grandes estancieros porteños, y de distribuir entre los caudillos provincianos amigos algo de la renta de la aduana, única “caja” de aquellos tiempos.

Cuando se compara a Rosas con Sarmiento conviene recordar sus respectivas miradas en materia de educación popular. Rosas desfinanció los establecimientos educativos de Buenos Aires, no sólo porque debía destinar fondos a la defensa nacional, como argumentaron los revisionistas, sino porque íntimamente recelaba de los efectos de la instrucción. Así se expresó cuando estaba en el exilio, en carta a Pepita Gómez (1871): el plan aprobado en Buenos Aires para la enseñanza “compulsoria y libre” sólo produciría anarquía en las ideas de los hombres porque es perjudicial enseñar a las clases pobres (José Read. J. M. de Rosas. Cartas del exilio, 1974). Como se sabe, Sarmiento tomó el camino opuesto: hizo de la educación popular el asunto central de su proyecto de país antes, durante y después de ocupar la presidencia.

Es comprensible que intelectuales conservadores (Palacio, Gálvez, Irazusta) fueran rosistas y antisarmientinos. Menos se entiende que el peronismo, guiado por Arturo Jauretche y José María Rosa, que valorizaron en Rosas la expresión de un liderazgo esencialmente popular, adoptara una postura similar. Tampoco se entiende que el ala “progresista” del peronismo actual, embanderada en la lucha contra la discriminación, perdone al general Rosas la Campaña del Desierto de 1833, mientras condena por genocida al general Roca, quien la imitó y completó 46 años después. El pensamiento íntimo de Rosas a ese respecto se lee en las instrucciones al coronel Ramos sobre cómo matar a los prisioneros indígenas simulando una fuga (A. Dellepiane. El testamento de Rosas, 1957). Carta terrible, como la de Sarmiento sobre derramar sangre de gauchos.

Rosas y Sarmiento contribuyeron con aciertos y errores a construir el país y merecen ser parte de su memoria. Pero para evitar que vuelva a escribirse una “historia oficial” de réprobos y elegidos, sería bueno utilizar criterios alejados de las barricadas de otros tiempos y, en el caso de Sarmiento, no olvidar el valioso legado del “que nos enseñó a leer”, como dijera aquel trabajador del cementerio en el acto de remoción de sus restos.

*Historiadora.


Un hombre polémico


La figura de Sarmiento continúa siendo polémica. Los numerosos escritos y artículos que escribió a lo largo de más de cincuenta años, cuya última recopilación (Universidad Nacional de la Matanza, Provincia de Buenos Aires, 2001, distribución a cargo del Fondo de Cultura Económica) insumió cincuenta y tres tomos y más de quince mil páginas, contienen algunos pasajes contradictorios y otros de notable violencia verbal.
A la par de su impulso al desarrollo del país, se señalan la crueldad de las tropas nacionales bajo sus órdenes en la represión de las rebeliones de los últimos caudillos (como el asesinato del General Ángel Vicente Peñaloza citado más arriba) y las levas forzosas de gauchos para luchar contra los indígenas.
Asimismo, se le critica su posición con respecto a la Patagonia, poniendo en duda la soberanía argentina sobre dicha región.9 10
Sin embargo esta posición no fue sostenida posteriormente por el sanjuanino ya que en una carta del 15 de febrero de 1881, un mes después de la entrada de las tropas chilenas a Lima, aconsejaba a Don José Manuel Balmaceda:
"He debido esperar para contestarle, que el rumor de las batallas cese; que los actores cuenten todas las escenas del gran drama, para darle a Ud. mi opinión sobre la política que debe seguir Chile después de su grande victoria en el Pacífico: Negarse la entrada en el Atlántico y tener el coraje de no tener razón en Magallanes ni Patagonia, so pena de constituir un estado desde Tarapacá hasta Santa Cruz, con mil quinientas leguas de largo, sin ancho apreciable, tres repúblicas y dos mares a guardar".11
También es controvertida su posición de menosprecio a los aborígenes,12 a los gauchos,13 y a los judíos.14


Vidas de muertos:Domingo F. Sarmiento

Por Ignacio B. Anzoátegui

Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones.

1. El normalismo. –Hasta la época de Sarmiento nuestra cultura se dividía en la cultura de Chuquisaca y la cultura de Córdoba. La primera era mucho más decente que la segunda, porque era más humanista que española. La de Córdoba tenía olor a rata muerta, pero siquiera era cultura. Los enciclopedistas franceses entraron a América por la Universidad de Chuquisaca y los leyeron personas inteligentes. Recién empezaron a hacer mal cuando llegaron a Buenos Aires, donde Mariano Moreno y los de su clase quisieron explicarse el pensamiento nuevo sin salirse de este ambiente de tenderos. La Universidad de Córdoba les cerró sus puertas desde el principio, pero esto no supone nada en favor de ella, porque lo hizo de puro atrasada. La verdad es que en ese tiempo la Argentina era un país con hombres cultos, que tenían nociones de latín y les gustaba el trato con los clásicos. El latín y los clásicos les servían para darse tono y además les impedían caer en estupideces. Sarmiento mató la cultura para fundar la instrucción. Con esa fuerza brutal que tenía para todo, hizo de la Argentina un país como los Estados Unidos del Norte, instruido pero inculto. Su aspiración era que todos los habitantes supieran leer, aunque eso no les sirviera después más que para leer Crítica; que todos fueran alfabetos aunque resultaran todos analfabetos mentales. Para esto introdujo Sarmiento su plantel de maestros y los largó a la conquista del territorio: al poco tiempo la Argentina estaba perdida para la cultura. Los maestros argentinos tienen vicios fundamentales; mañas que traen de nacimiento y que sólo el tiempo podrá quitarles si la ira de Dios se junta con el tiempo. Creen en las máximas de las cajas de fósforos; tienen una idea perfectamente romántica de la moral y piensan que el mejor maestro es aquel que se sentimentaliza más a menudo con el espectáculo de la niñez de delantal blanco. Creen que conocen el alma del chico cuando comienzan a conocer sus sentimientos. La culpa de todo esto la tienen los maestros de nuestros maestros, que eran irremediablemente incapaces. El arte de enseñar a los chicos no consiste en achiquilinarse ni en rebajar la propia mentalidad. Dentro de los principios que dirigen la instrucción primaria entre nosotros, el maestro se idiotiza enseñando. El maestro es para el chico un ser distinto de los demás; en el mejor de los casos un ser misterioso que no se enferma nunca. Para encontrarse con la realidad, el chico tiene que salir a la calle, donde ve hombres que andan y que miran como su padre y como sus tíos, hombres que no se empeñan en falsificarse para que los chicos los entiendan. Pero el normalismo sigue y el espíritu de Sarmiento sopla sobre la plaga. El primer deber de las autoridades escolares es el de suprimir de los colegios los retratos de su fundador. Porque nosotros –gente romántica, con una superstición romántica invencible– creemos todavía en los retratos.

2. Los italianos. –Llegaron cuando teníamos fundada nuestra vida. Se dijo que gobernar es poblar y nuestros abuelos se lo tomaron en serio porque les gustaban los aforismos mandones; además era una justificación de la hombría, aunque ellos no necesitaban que nadie les justificara sus hijos. Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron a las ciudades y fundaron quintas; en lugar de sembrar trigo sembraron verduras y mandaron al centro a sus hijos para que figuraran lo mismo que los hijos de los otros. Los italianos mezclaron las orillas con la ciudad; se arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo pensábamos. Nos ayudaron a levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni siquiera nos trajeron su ciencia ni su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros, aunque detrás de eso se vinieran las primas donnas y las cantantes que retardaron en veinte años nuestra salida del romanticismo. Benito Mussolini ha limpiado a Italia del garibaldismo, pero la inmigración italiana fue anterior a Benito Mussolini.

3. Los gorriones. –Son pájaros perfectamente radicales. Se reproducen, gritan y hasta yo creo que votan. Sarmiento los trajo para que limpiaran de bichos los sembrados, pero ellos se apoderaron de la administración del aire y en poco tiempo desalojaron de pájaros el país y devastaron los campos. A mí me enfurece esa unanimidad insolente que tienen sus reuniones y esa manera de resolverlo todo por aclamación. Sarmiento los importó con miras de utilidad y lo único que hizo fue poner millones de manchitas de barro en nuestro cielo.

Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan –la tierra de los Cantoni– en 1811. El mismo escribió su biografía, o por lo menos el ambiente de su biografía, en Recuerdos de Provincia. Nació pobre y fue muchas cosas, entre otras, masón, general y presidente de la República. Toda su vida tuvo un genio bárbaro, y cargaba ideas como quien carga bolsas. Le importaban poco las palabras y la emprendía a golpes contra el primero que se le pusiera adelante. Así consiguió llegar hasta donde llegó, porque a la gente le gusta la atropellada cuando es segura. Defendía sus asuntos como si fueran casos perdidos, con una firmeza de mono acorralado.
Era capaz de andar con el pantalón desprendido, de pura rabia.

Tenía grandes condiciones para la lucha. Era de pensamiento corpulento y macizo y derrotaba a sus enemigos a cabezazos. Desde chico tuvo que vivir peleando contra alguien; unos lo odiaban y otros lo querían, pero él peleaba con todos por el gusto de pelear. Sus amigos le tenían tanto miedo como sus enemigos. Muchas veces le fracasó su fuerza, porque su cabeza desequilibraba la realidad, sobre todo la realidad de la vida argentina, que era tan pobre y tan sin esperanzas. Con todo su genio, Sarmiento fue uno de los hombres que hizo mayores males al país. Era un maniático de la acción, y ejecutaba sus ideas como si fueran odios. No le interesaba la ley y mucho menos la medida de la ley; porque las leyes han sido hechas nada más que para los violadores de la norma resguardada por la ley. Tenía todas estas buenas condiciones pero le faltaba una: la de ser católico, porque sólo un católico tiene derecho a ser brutal con la vida.

Sarmiento no fue un escritor profesional. No tuvo el machismo carnavalesco de los que ahora quieren escribir en criollo sin animarse a otra cosa que a compadradas de salón, ni le dio tampoco por la literatura fácil que se usaba en la época. Mientras sus contemporáneos leían a Moratín y se entusiasmaban con Quintana, Sarmiento escribía malas palabras como podía hacerlo un clásico. No le tentaba la elegancia cajetillista ni la otra elegancia llorona. El pensaba “la puta que los parió” y escribía “la puta que los parió”, porque nunca en su vida dio rodeos para nada. Fue sólo un publicista: publicaba sus cosas, es decir, las cosas que eran suyas, que sentía y le dolían.

No perteneció a ninguna escuela de su tiempo. Ni la política ni la literatura consiguieron ganarle. La política era demasiado mañera para que le gustara y la literatura demasiado zonza para que le preocupara. El país marchaba por esos dos rieles: Sarmiento se empeñó en hacer galopar la locomotora y se vino abajo con todo.
La gente lo admira por eso. Yo lo admiro por los gritos que pegaba.

(Publicado por Editorial Tor, 1934)

ENLACES/FUENTES:
http://www.perfil.com/contenidos/2011/02/26/noticia_0012.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/139074-44949-2010-01-26.html
http://es.wikipedia.org/wiki/Domingo_Faustino_Sarmiento
http://edant.clarin.com/diario/especiales/sarmiento/